Consejo de una madre musulmana para su hija en el día de su boda

Del mismo modo en que los hombres abordan el tema del romanticismo islámico, las mujeres musulmanas también lo abordan en procura de lograr la buena convivencia con sus maridos y tratarlos con buenas maneras. Cuando ‘Amru Ibn Hayar, rey de Kindah, pidió la mano de Umm Iyas, hija de ‘Auf Ibn ‘Ilm Ash-Shaibani, y llegó el día de su boda, su madre la aconsejó explicándole las bases de una vida matrimonial feliz y aquellas obligaciones que ella tenía para con su marido. Su madre le dijo: “¡Hija mía! Si un consejo no se diese por buenos modales, no te lo daría". Sin embargo, los consejos se dan para recordar al despistado y para que sirvan de ayuda al inteligente. Si la mujer no necesitase marido sus padres serían las personas más felices debido a la necesidad que tienen de ella. Pero las mujeres han sido creadas para los hombres y los hombres han sido creados para las mujeres.

¡Hija mía!, has dejado el hogar donde has crecido y has dejado tras de ti la vida donde te has criado para irte a un nido que no conoces y con una persona con la que no has convivido. Y ahora él será responsable de ti y tu protector. Sé, pues, para él como una sierva y él será para ti tu sirviente apresurado en obedecerte. Y mantén para él diez virtudes, que serán para ti un tesoro:

La primera y la segunda:

Sométete a él con alegría, y préstale atención y sé obediente.

La tercera y la cuarta:

Ten en cuenta aquello que pueda mirar u oler. Por ello, que no vea de ti nunca nada malo y que siempre sienta de ti un buen aroma.

La quinta y la sexta:

Ten en cuenta el tiempo de su descanso y de su comida, pues el hambre hace que la persona se irrite facilemente e interrumpir el sueño produce el enfado.

La séptima y la octava:

Guardar su dinero y encargarse de él y de su familia. Guardar bien el dinero significa manejarlo correctamente; y guardar bien a la familia significa tratarlos correctamente.

La novena y la décima:

No lo desobedezcas ni desveles ninguno de sus secretos, pues si lo contravienes causarás su ira; y si desvelas uno de sus secretos, no estarás a salvo de su traición. Además, ten cuidado de no alegrarte cuando se encuentre afligido y de no mostrarte triste ante él cuando él esté feliz.

A través de todo lo expuesto se nos muestra la elevada posición y el estatus sublime que le ha sido otorgado a la mujer bajo la sombra del romanticismo islámico. En ello hay argumentos para refutar a quien dice que el Islam ha tratado injustamente a la mujer. ¡¿Cómo puede tratarla injustamente o revocar su derecho quien la ama y ha basado sus ordenadas directrices para ocuparse de ella?! Esto es algo que, querido lector, se te aclarará a través de esta pequeña obra en la que se hablará de la dimensión romántica en la vida de aquel que fue una misericordia para la humanidad, es decir, la vida de Muhammad Ibn ‘Abdul-lah –la paz y las bendiciones sean con él– a través de su trato con su familia. Pues aun siendo un transmisor de una religión y un dirigente de una comunidad, ello no lo hizo olvidar sus responsabilidades para con su familia, cuando resumió esas responsabilidades en unas pocas palabras que portan excelsos significados y que, además, hizo de ellas un consejo para toda su comunidad: “El mejor de ustedes es el mejor se porta con su familia; y yo soy, de entre ustedes, quien mejor se porta con su familia” (transmitido por Albujari).

La bondad que pueda haber en un hombre se mide por el buen trato para con su familia y su buena convivencia con ella. El Profeta –la paz y las bendiciones sean con él– fue la mejor persona de entre los seres humanos y fue el súmmum de la perfección humana en cuanto a la misericordia, el amor y el buen trato hacia toda la gente, y especialmente hacia su familia. Esto se evidencia en lo que ocurrió con sus mujeres cuando fue revelada la aleya de “la elección”: ellas le habían pedido al Profeta una pensión alimenticia que superaba sus medios; pero [luego de la revelación de esta aleya] lo eligieron a él y rechazaron la vida mundana y sus adornos, complaciéndose con él y con aquello que él eligió para sí mismo, y conformándose con lo suficiente. ‘Aishah –que Al-lah esté complacido con ella– dijo: “Cuando se le fue ordenado al Mensajero de Al-lah –la paz y las bendiciones sean con él– dirigirse a sus esposas para que eligiesen [entre la vida mundanal y la otra], empezó por mí. Me dijo: ‘Te voy a decir una cosa; y está bien si no decides algo hasta consultar a tus padres’. Yo sabía que mis padres no iban a ordenarme separarme de él. Luego, el Profeta me dijo: ‘Al-lah –Poderoso y Majestuoso– ha dicho: “¡Oh, Profeta!, diles a tus esposas: ‘Si prefieren la vida mundanal y sus placeres transitorios, vengan que les daré la parte de los bienes materiales que les corresponden y acordaremos un divorcio decoroso. Pero si prefieren a Al-lah y a Su Mensajero, y la morada que les aguarda en la otra vida, Al-lah tiene una magnífica recompensa para quienes de ustedes hagan el bien’” (sura Los coaligados: 28-29) . Yo dije: ‘¿En esto voy a pedir el consejo de mis padres? Yo deseo a Al-lah, a su Mensajero y la morada postrera’. Luego, el Mensajero de Al-lah –la paz y las bendiciones sean con él– hizo lo mismo con el resto de sus esposas” (transmitido por Muslim).

Si esto indica algo, es el amor que estas mujeres sentían por él, su complacencia y su aferramiento a él, dado sus excelentes modales, su buena convivencia con ellas, y su amor y ternura para con todas ellas; tenían la certeza de que no encontrarían alguien semejante a él. El Profeta –la paz y las bendiciones sean con él– tuvo nueve mujeres que vivieron en bajo su techo una vida feliz y sin preocupaciones.

La escritora italiana L. Veccia Vaglieri dijo en su libro En defensa del Islam, donde defendió al Profeta contra aquellos que lo acusan de que era un hombre movido sólo por el deseo sexual: “Durante toda la juventud de Muhammad –la paz y las bendiciones sean con él–, momento en el cual el deseo sexual es más fuerte, y a pesar de que vivió en una sociedad como la árabe [preislámica] donde el matrimonio, como institución social, era inexistente o casi inexistente, y donde la poligamia era la regla general y el divorcio se realizaba de un modo extremadamente fácil, no se casó con ninguna mujer más que con Jadiyah –que Al-lah esté complacido con ella– quien era mucho mayor que él, y él fue, durante veinticinco años, su esposo sincero y amoroso. El Profeta no volvió a casarse sino después de la muerte de Jadiyah y cuando él ya había alcanzado los cincuenta años de edad. Tras cada matrimonio que Muhammad contrajo con alguna de sus esposas –y no hubo otro motivo– había una causa social o política, ya que su intención era honrar a las mujeres piadosas o –a través de las mujeres con las que se casó– instaurar relaciones familiares con algunas familias y tribus diversas, buscando con ello abrir una nueva vía para expandir el Islam, donde ‘Aishah –que Al-lah esté complacido con ella– fue una excepción. Muhammad –la paz y las bendiciones sean con él– se casó con nueve mujeres y ninguna era ni virgen ni joven ni hermosa. ¿Se puede decir, por tanto, que Muhammad era un hombre movido por sus bajos instintos? Muhammad fue un hombre, no un dios; el deseo de tener un hijo fue también la causa que lo empujó a casarse de nuevo, pues los hijos que engendró con Jadiyah –que Al-lah esté complacido con ella– murieron. Tampoco tenía Muhammad muchos recursos como para sobrellevar las responsabilidades una familia grande. Sin embargo, él siempre se comprometió a brindarles un trato igualitario a todas ellas, y nunca hizo ningún tipo de diferenciación entre ninguna de ellas. Muhammad actuó conforme al proceder de los antiguos profetas –la paz sea con ellos–, como Moisés y otros, mismos que no enfrentaron ninguna oposición –según parece– ante sus matrimonios múltiples. ¿Acaso puede basarse esta opinión en nuestra ignorancia respecto a los pormenores de sus vidas diarias, siendo que conocemos absolutamente todo de la vida familiar de Muhammad –la paz y las bendiciones sean con él–?

Muhammad fue la más grande personalidad conocida en la historia, tal y como lo testifican aquellas personas acertadas no musulmanas y aquellos que profundizaron en el estudio de su vida y obra, y observaron el nivel de alcance que tuvo su mensaje, su expansión y su influencia. Dice el refrán: “La verdad es aquello que atestiguan tus propios enemigos”. El escritor Michael Hart dijo en su libro Los 100, un ranking de las personas más influyentes en la historia: “Mi elección de Muhammad como el número uno en la lista de las personalidades más influyentes en la historia de la humanidad, puede sorprender a algunos lectores y puede ser cuestionada por otros. Pero, sin duda alguna, él fue el único hombre en la historia que fue verdaderamente exitoso en ambos niveles: tanto el religioso como el secular”. Esto es algo que se observa en nuestro alrededor a partir de la rápida expansión de su mensaje y del esfuerzo de sus seguidores por aferrarse a su ley, quienes sacrificaron todo a fin de transmitir su tradición (Sunnah). ¡Cuántos son los que entran en su religión y qué pocos aquellos que la abandonan! Cuando la verdad penetra en las profundidades del corazón y se mezcla con el espíritu se convierte en su administradora. Bilal el abisinio, por ejemplo, cuando entró en el Islam, fue torturado con el látigo, se le puso pedruscos sobre su pecho y fue arrastrado por el rostro sobre la ardiente tierra de Meca para que, así, renegase de su religión. Sin embargo, por mucho que se lo torturó, lo único que aumentó dicho castigo fue su apego y su perseverancia en su religión, sin dejar de repetir aquellas eternas palabras que representaban una punzada en los pechos de los asociadores: “¡Uno! ¡Uno!”.

Sa‘d Ibn Abi Waqqas era un hombre conocido por ser muy piadoso con su madre. Cuando él entró en el Islam, su madre le dijo tratando de obligarlo a abandonar el Islam: “No voy a comer ni a beber hasta morir y cuando lo haga serás blanco del escarnio público. La gente te dirá: ‘¡Eh, tú! ¡El que mató a su madre!”. Él le dijo: “¡Madre! ¡No hagas eso! Pues te digo que no dejaré mi religión por nada del mundo”. Dijo Sa‘d: “Mi madre pasó un día sin comer y, al día siguiente, estaba muy mal físicamente. Luego, pasó otro día entero sin comer y, al día siguiente, amaneció mucho peor. Cuando vi su estado, dije: “¡Madre! Por Dios te digo, que si tuvieses cien vidas y perdieses una tras otra [en este estado], nunca dejaría mi religión por nada del mundo. Así pues, si quieres come; y si no quieres, no comas”. Entonces, cuando su madre vio su posición, dejó lo que estaba haciendo y comenzó a comer.

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